lunes, 17 de septiembre de 2018

Ridiculeces I

   Debo haber sido ridícula muchísimas veces en la vida, pero hay una época que, pasados los años, me sigue causando mucha gracia.
   Yo tenía al rededor de 12 años y recién nos habíamos venido a vivir a Córdoba. Nuestra maestra de danza de Arroyito se emocionaba con que pudiéramos estudiar, mi hermana y yo, danza clásica en el San Martín. Lo mismo nuestra profe de piano con que entráramos al Conservatorio. De pronto dejábamos el pueblo y todo eran grandes posibilidades.
   Así que madre y padre procuraron que rindiéramos los ingresos requeridos y con bastante esfuerzo y un poco de vaya a saber qué del otro lado nos convertimos en alumnas. Al final o al medio no éramos tan buenas para ninguna de las dos artes y eso que hacíamos como juego se había convertido en un examen continuo.
   En las clases individuales de piano me la pasaba pidiendo disculpas porque no había podido estudiar, pero las grupales de flauta eran peores, siempre estábamos rogándole a dios (en ese momento creía en el dios católico y acudía a él en toda urgencia) que por favor no nos hicieran hacer ningún solo. Ya no recuerdo si era mi hermana o yo la que movía los dedos simulando tocar, o las dos, no nos animábamos siquiera a emitir sonido, digamos que íbamos a las clases a hacer mímica y nos la pasábamos transpirando de los nervios.
   En danza nos iba un poco mejor, pero no tanto (al menos a mí que me la pasaba llorando porque me dolían las puntas y esas cosas). Igual, para aclarar, mi interés, lo que más me gustaba del seminario, era jugar a las escondidas en las instalaciones del teatro, disfrazarnos en los múltiples baños y espiar bailar a otrxs.
   Por ahí teníamos la suerte de que nos hicieran participar en algunas escenas del ballet oficial, en el Cascanueces por ejemplo. Pero también las óperas requerían personajes y ahí nosotras chochas de conejitos de indias o caballitos de batalla que son maneras de decir, pero no tan lejanas a lo que les cuento. Siempre me acuerdo con risa de una vez que actué de oruga en Bastián y Bastiana y en toda la ópera tenía que arrastrarme por el suelo adentro de un traje gordo y enrulado de goma espuma. A mi hermana en esa ocasión le tocó ser la mitad de una oveja, nunca me acuerdo bien si era la parte de adelante o la de atrás, glamorosa experiencia para bailarinas clásicas.
   Esos fueron algunos de nuestros triunfos o fracasos, después abandonamos el conservatorio y el seminario y nos dedicamos a jugar al jockey, donde tampoco me destaqué.

C.

No hay comentarios:

Publicar un comentario