martes, 10 de mayo de 2011

previa I




















El hombrecito de saco y gorra con expedientes atados en paquete con elásticos tenía programado el reloj para que le dijera la hora cada minuto. Yo lo vi en el trole y lo invité a cenar. También estaba la muchacha que había soñado esa vez con Agustín, que se agarraba la pierna, la rodilla porque le dolía, y había estado buscándola, pero ella no lo reconocía hasta que supo su nombre, que despierta no le decía nada en absoluto...Reunidos en cena para contarse como siempre, y con el debido condimento gestual de dramatismo, e impotencia, cómo le duele a cada uno el mundo a partir de la segunda cerveza. La primera era amiga y aliada del silencio. Pero en poco rato la risa, y entre la tercera y cuarta de cada quien,  sobrevenían semblantes inquietos, asustados, lagrimeantes... la quinta: la de las sonrisas que cambiarían el mundo, o cada unimundo.
 El hombrecito en sus adentros, movía la cabeza frenéticamente, casi casi como una gallina. Sus ojos, demasiado abiertos para sus pocos objetivos, buscaban algo con qué entretener las manos, porque de haberlas tenido quietas se hubiera notado en su pulso un temblequete combinando en patetismo con el baile eléctrico de su cuello. A él le costaba mucho enterarse de si le hablaban, y sólo contestaba con fluidez luego de la sexta (cerveza, o tercer vino), pero para entonces quería decir tantas cosas atoradas juntas que era difícil seguirlo, y costaba no relacionarlo con el delirio, mirarlo con esa mirada de lejos que tiene la gente cuando desprecia (sin querer) algo que no entiende, porque desorienta. Ese pequeño momento detiene los pocos segundos que se le dedican,  genera un pequeño malestar que pide distensión instantánea, y cubre lo raro con un velo de invisibilidad tenue y condescendiente.
 Pero también estaba ella, la chica que esperaba a Agustín, sonriendo desde el principio, cuando le abrieron la ventana que tiene la cortina llena de colores fuertes y peces bordados, y le tiraron la llave para que subiera rápido a enterarse de un chiste que seguramente no le causaría demasiada gracia. Pero sonreiría todavía de contenta, como si él la esperara a la salida, o en casa con helado de chocolate blanco, o ya lo había hecho, daba igual, era festejable aun así. Luego de la segunda se quitaba sus zapatitos verdes, se acercaba a la computadora y ponía una canción que siempre la conmovía, una con tambores. Le encantaba compartirle canciones a la gente, y si la escuchaban (cuidado) cantaba sin parar. Descalza bailaba acompañada o sola, pese a frecuentes vergüenzas de las otras, que en nada la envolvían ni contagiaban. Invitaba a bailar de alegre y deseaba con todas sus fuerzas encontrarse algún poeta, conversar toda la noche de alguna cosa como el cuerpo caracol, las cosas que indignan, o los relatos míticos de apariciones dantescas en las noches de los pueblos norteños....

L.

1 comentario:

  1. qué lindo invitar a cenar a lxs locxs ajenxs y propios! y qué lindo reconocer las faltas o sobras de cordura de esta manera simpática y tierna! abrazo bien fuerte!

    ResponderEliminar